Minirrelatos
2024-08-24Los textos que se incluyen a continuación forman parte de una serie de pequeños relatos que escribí en mis notas de Facebook en mayo de 2011. Están inspirados en la música de las bandas islandesas múm y Sigur Rós.
The land between solar systems
Se sentó al borde del acantilado y perdió su mirada entre las nubes. Nunca había visto el mar, al menos no tan de cerca. Mientras, yo cogía de la hierba algunas ramas que la tormenta de hacía dos días había arrancado de sus árboles, y las tiraba por el precipicio. Ella no hacía caso. Estaba absorta, casi con los ojos cerrados. Estrenaba un vestido de tul para estar allí por primera vez. Tenía las rodillas dobladas y sus brazos cruzados frente a ellas.
Se levantó y giró la cabeza hacia mí. Su cabello se mecía entre la brisa de la hora de la merienda. Normalmente tomaban galletas a esta hora, en una cocina vieja con un hornillo destartalado y muchos botes de varios colores y tamaños que contenían especias de países de los que no habían oído hablar. «Vámonos». No le repliqué. Habían sido unos días difíciles. Teníamos que volver y arreglar nuestras bicicletas. «Todavía queda mucho que hacer, ¿verdad? No hemos llegado hasta aquí para detenernos ahora».
Ese verano volvimos al acantilado en bicicleta y cantamos canciones que apenas conocíamos. Ese fue el verano que visitamos la tierra entre los sistemas solares.
Sunday night just keeps on rolling
Los chicos acostumbraban a reunirse en la buhardilla a escuchar la onda media. A veces se topaban con emisoras cuya procedencia era difícil de averiguar. Otras veces oían mensajes en clave. Aquella noche solo había ruido. Para combatir el aburrimiento fabricaban aviones de papel con revistas de tiempos y modas pasadas. No había un premio, solamente la satisfacción de verlos volar... como su imaginación.
Las paredes estaban forradas con carteles de viejos cafés y teatros y de alguna película de segunda fila. La pequeña estancia de madera se encontraba iluminada por cuatro candiles bien situados, que daban al lugar un aspecto acogedor. Por la ventana se escuchaba algún tren de vez en cuando, y todos los chicos se asomaban para verlo pasar.
Los chicos nunca discutían. Se conocían de toda la vida, de toda su corta vida. Se preguntaban porqués y entre todos buscaban la respuesta que les parecía más lógica a sus tiernas edades. Hoy solo había ruido. Era la primera vez desde hacía muchos días, quizá desde antes de la primavera. La noche del domingo seguía su curso. La curiosidad de aquel grupo de chicos no había sido saciada esta vez. Mañana se preguntarían por qué.
The ballad of the broken birdie records
La anciana leía en su mecedora a media tarde. Empezaba a encontrarse más cansada de lo habitual. Había tenido una vida complicada en su niñez pero nunca le faltó ambición para conseguir lo que se propusiera. En ningún momento el ambiente familiar fue el óptimo. Ocurrieron cosas que ni sus más allegados podrían llegar a saber.
Había sido una persona diferente al resto. Nunca resultó ser la que más se relacionaba con sus semejantes y se despistaba con facilidad, pero tenía un gran sentido de la responsabilidad y memorizaba números y letras casi sin proponérselo. Como a muchas de su edad, sirvió a su madre hasta que el destino la llevó por caminos separados.
Cometió un error. Aún joven, lo tuvo todo frente a ella. Le pusieron ante sus ojos todo lo que una persona podría desear, sin tenerlo todo pero sin faltarle de nada. Era un movimiento ganador, pero se mostró dubitativa en el ajedrez de su vida. Decidió cambiar de juego y empezar otra partida sin conocer las reglas ni pensar en las consecuencias. Ahora estaba sola.
Terminó la última página el libro con gran dificultad. Se recostó en la mecedora y cerró los ojos. Al otro lado los pajarillos ya no cantaban. La aguja del tocadiscos se levantó y volvió a su posición original, el motor se detuvo, y ella dejó de respirar.
Oh, how the boat drifts
Los dos niños jugaban con piezas de mecano surtidas que iban cogiendo de una caja metálica roja. No les importaba demasiado si encajaban entre ellas o no, a veces les resultaba más entretenido hacerlas chocar y producir sonidos. El padre de uno de los niños los miraba sonriente apoyado en el dintel de la puerta, contemplándolos curiosamente y sin intervenir en su juego.
Los niños crecieron y maduraron mentalmente. Adquirieron una gran destreza manual y consiguieron ordenar los mecanos con los que jugaban hacía años. Uno de los dos jóvenes, cuyo padre era quien observaba cada vez que ambos se sumergían en ese océano de artilugios metálicos, construía un pequeño barco en sus ratos libres. Del otro dejaron de escucharse noticias hacía ya mucho tiempo. Ahora solo quedaban algunos ligeros remates y podría echarse a navegar.
Empero, todavía quedaba algo muy importante. Todo el pequeño pueblo se agazapó para asistir a la botadura de la nao. «Padre, te dedico el trabajo más importante al que he entregado mi vida».
El pueblo aplaudió unánimemente. Y la nave, ya nombrada, se echó a la mar en memoria de aquel buen hombre para no volver.
Sæglópur
En aquel sobre iban algo más que recuerdos y memorias. Allí dentro iba el testigo mudo de la historia, lo que es y lo que fue, las noches y los días. Por sí solos significaban entre poco y nada, pero juntos y en gran cantidad eran la frontera entre las realidades y los sueños de muchas personas, de todas aquellas que anhelaban un mundo mejor más allá de la tierra firme.
Al dejar caer el contenido, el sol brilló cruzando un rayo en cada uno de sus elementos, como pequeñísimos diamantes en el viento. Su cabello se mecía en la brisa mientras veía precipitarse la arena en el sobre de cartón. Le costó evitar que se le cayese una lágrima. Demasiadas cosas pasaban por su mente en ese momento.
Cerró el recipiente y lo depositó sin más al borde del agua. Salió corriendo por la playa, descalza y sin mirar atrás. No confiaba en que este gesto dejara su conciencia tranquila, pero al menos intentaría relegar al pasado de una vez por todas ese mal proceder y esa errónea decisión que era ya irreversible.
Para ella, la arena significaba mucho. Como las personas, un único grano no altera el estado de las cosas de por sí. Unidos, su apreciación cambiaba, y no había barrera contra la que no pudieran luchar.
We have a map of the piano
Sus dedos se deslizaron por las pulidas teclas escrutando el instrumento y sin presionar ninguna todavía. El joven palpaba con delicadeza los apéndices blancos y negros del piano mientras respiraba profundamente. Rara vez habría encontrado una razón para ponerse nervioso antes de comenzar su interpretación, pero podía sentir algo en el aire esa noche.
De sus manos, diestras como las de un maestro pero de aspecto tan poco envejecido como el resto de su físico, habían salido muchos de los más grandes sonidos que las gentes de aquellas tierras hubieran podido escuchar. Siempre fue un chico que se tomó muy en serio su deseo, y cuando le preguntaban si aún le quedaba algo por tocar, respondía con una sonrisa que nunca dejaría de aprender mientras hubiera una melodía que crear y escuchar.
El joven conocía todos los recovecos de su piano y se encargaba personalmente de que estuviera a punto en cada momento. Para él, un teclado era un mapa que podías seguir y llegar monótonamente hasta tu destino, o podías interpretarlo libremente y perderte entre sus notas en busca de un nuevo paisaje. Estaba decidido a mostrarle a su público algo que nunca olvidasen, una postal tan hermosa que imágenes y música se confundieran en un todo, como si de una interminable sensación de sinestesia se tratase.
El joven separó sus manos del teclado y se ajustó los puños. Enfrente, el telón se abrió. Y el mapa sonoro se dibujó con la destreza de un gran pintor renacentista y la precisión de un reloj suizo.